Fotogramas y sentimientos paralelos | Relato | J. D. Galíndez





Aún dudoso de si entrar o no a la exposición fotográfica, saqué la invitación del bolsillo de mi pantalón para rectificar si el sitio era el correcto.

Luna.

Era lo primero que leías al ver la invitación, y de igual manera, era lo primero que leías al ver el local de la exposición.

Obligado por el frío de la ciudad, decidí entrar y una vez dentro, una cálida brisa me arropó.

Se podía escuchar el murmullo de los comentarios de las personas mientras observaban las fotos, pero por debajo de la melodía que se desprendía de los altavoces y bailaba entre los espectadores.

Caminé y me hice espacio entre la aglomeración de personas para poder observar.

Cuando tomas una fotografía y está mal, no sabes a ciencia cierta qué es lo que está mal. Simplemente lo sientes y ya. Ahora, cuando tomas otra y está destinada a ser editada y publicada, es como si el corazón y el cerebro se pusieran de acuerdo para decirte que está bien. El arte de fotografiar, como cualquier otro, es subjetivo: para algunos una foto no trasmite nada y para otros, lo es todo.

Lo último pasaba con Luna.

Sus fotos iban desde contar una historia, hasta trasmitir un sentimiento.

No se podía saber si era lo coloridas, lo neutras o grises, lo sencillas o complicadas. Lo que sí sabías, y tenías la certeza, es que una vez tu mirada puesta en una de sus fotografías, era imposible apartarla.

Los modelos o víctimas, inmortalizados en una imagen estática, eran capaz de traer al aquí y ahora lo salvaje y manso que pudo haber sido aquel momento. Sus miradas muy pocas veces se encontraban con la cámara, con su creador. Era como si huyeran de ella, como si quisieran escapar del juicio de su crimen. En cambio, estaban los otros que la miraban fija y detenidamente; como si no le tuvieran miedo a la muerte.

Seguí recorriendo los pasillos y los rincones del lugar. Buscaba algo que aún no sabía que era. No podía explicar el sentimiento. Era como querer caer en tentación, pero teniendo una excusa, una justificación para hacerlo.

Y ahí estaba la primera justificación hecha fotografía.

Como arma a la cabeza. Como salto a suicida.

En tonos grises y estilo urbano, una chica se sentaba sobre algún mueble que no se podía identificar, y sobre ella, elemento que me atrajo, una lámpara encendida de bombillas fluorescentes.

La vida nocturna suele ser peligrosa, y más si eras nuevo por el vecindario. Escapar de una mala noche pocos podían. Desde un asalto hasta una violación, pero esa chica estaba sentada ahí, como sirena que canta a su marino. Sentada y con la mirada puesta en ti, invitándote a pasear por la peligrosa y oscura ciudad como si sólo ella pudiera adentrarte y sacarte con vida del mismo infierno. 

Sacándome de mis pensamientos se acerca una chica, que di por sentado que era del cortejo, a ofrecerme una copa de champán. Tomé largo y hondo el contenido de la copa. La chica me sonríe y le devuelvo el gesto como despedida. 

Luego de seguir caminando, llegué a la sección de autorretratos. 

¡La segunda justificación! 

El rostro de José Luna retratado bajo luces rojas y el cabello salvaje y mojado. Sólo una parte de su rostro, el ojo derecho, se encontraba sin luz roja exhibiendo la cafeína de su iris. 

Había bajado al infierno sin reclamos ni reproches. Había aceptado su sentencia como el valiente que fue en vida. Ahora estaba descendiendo al lugar donde le harían pagar por todos sus pecados. Si su voluntad se quebraba, se convertiría en la peor de las bestias. Pero aun así ardiendo bajo la flamante llama infernal, seguía teniendo aquella parte humana, sensible, bondadosa. Su mirada no perdía la esperanza y el horizonte de volver...

Empecé a tener miedo. Eran muchas las ideas e imágenes que venían a mi con cada fotografía. Era como estar anclado en puerto, y que una fuerza mayor a la del ancla, te detuviera.

Estando en la sala de autorretratos, mi tercera y última justificación se manifestó.

Ya no era oscuridad.

Ya no era calor.

Era electricidad.

En un juego entre luz verde, líneas rojas y sombras estaba de pie, apoyado sobre una pared, el torso desnudo de Luna. Estaba de perfil sin ver a la cámara, sin ver su sentencia y verdugo.

Entré a la habitación y mi degustar sólo se concentraron en él. No había manera de salir vivo de su radiactividad. Un constante zumbar en mis oídos me hacía retroceder, pero las ganas de acercarme y poder tocarlo iban a la par. Dejando atrás las nauseas que golpeaban contra mi garganta y el zumbar en mis oídos, me acerqué a él. Un látigo de electricidad golpeó mi humanidad y fue allí cuando me encontré con sus ojos.

Desesperado por la adrenalina de la idea rondando por mi cabeza, volví a hacer espacio entre las personas y salí de la exposición.

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Me detuve un momento en la acera de la calle y saqué un cigarrillo para luego encenderlo. El humo recorrió mi sistema respiratorio y aplacó la fuerza de mis pensamientos.

—¿Tan mala estuvo? —Pregunta, para luego situarse a mi lado—. ¿Me prestas para encender?

Le paso el encendedor como respuesta.

—Si supieras que fue tan efímera y sempiterna, al mismo tiempo, que tuve que tomar un respiro.

Una vez que terminé de hablar me arrepentí de todo lo dicho.

—¿Escribirás alguna reseña? —Sonrió, risueño—. Digo. Sabía que ibas a asistir, yo mismo me aseguré de que te llegara la invitación. Aunque te vi algo dudoso antes de entrar.

—Disculpa. Sólo me aseguraba que fuese el lugar correcto.

El silencio fue inminente. Seguimos fumando, y así como se disipaba el humo en el ambiente, así se disipó la tarde. La noche calló escondiendo un misterio que demandaba descubrirse.

—Espero poder leer la reseña —dijo, rompiendo el silencio—. Fue un placer tenerte, Galíndez —terminó extendiendo su mano hacia mí.

—El placer fue mío, Luna —me despedí, estrechando su mano.

Su tacto dejó en mi cuerpo una corriente eléctrica que no dejaba de ir y venir.

Esperé a que entrara de nuevo para marcharme, una vez él dentro caí en cuenta que el frío había desaparecido y tuve que quitarme la chaqueta para estar cómodo.

Caminé. Caminé. Caminé.

Me acompañaba el misterio de la ciudad, el calor y la electricidad que se había desprendido del cuerpo de Luna a mi ser.


 Foto por José Luna


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