Cae la noche y junto a ella las luces de la ciudad.Entro a mi habitación y la oscuridad me inunda por segunda vez. Dejo todo en su lugar, dejo caer mi ropa y me voy a la cama. La encuentro ocupada, pero no me detengo. Hago espacio y acto seguido me dejo llevar por el sueño.
Me desespero porque se me dificulta respirar, trato de levantarme, pero algo me ata a la cama. Me oprime. Me esclaviza.
La oscuridad es inminente, tanto que no sabía si tenía los ojos abiertos o cerrados.
Me esfuerzo por deshacerme de lo que me ata a la cama, aún cuando todos los intentos son en vano.
Ahora mi cama se convierte en un abismo en el que empiezo a caer, perdiendo todo el control de mi cuerpo.
No puedo ver nada, no encuentro a quién pedirle ayuda y tampoco de dónde sostenerme. Quiero gritar, suplicar, pero sería como hacerlo a la nada.
Los latidos de mi corazón empiezan a disminuir y la caída aún no finaliza.
Un hálito de luz se filtra entre mis parpados y empiezo a llorar. El deseo de querer detener la caída me oprime el pecho.
El pecho me empieza a arder al notar que la caída llegará a su fin. Sólo pienso en la fuerza del golpe y en si me dolerá.
Recupero el control de mis acciones.
“¡Por favor!” Suplico sin importar si hay alguien escuchando o no.
Al no recibir respuesta sólo cierro mis ojos con fuerza y me preparo para recibir el golpe.
Uno, dos y tr…
Y ahí estaba, sosteniendo mi mano mientras susurraba a mi oído que todo estaba bien, que sólo era una pesadilla.
Fotografía de José Luna.